Notas que patinan #132: Un poco de TNT

El jueves pasado, por la tarde, la directora del festival TNT de Terrassa, Marion Betriu, subida al escenario del pequeño auditorio del Museo Nacional de la Ciencia y la Técnica de Catalunya, presentó Algo de amor de Las Huecas y Marta Echaves como una colaboración en forma de conferencia performativa entre el grupo de teatro (esta vez sin Esmeralda Colette en escena, que se ha dado un respiro durante el cual ha estado trabajando en Noruega) y la escritora e investigadora. En escena, una tatuadora de espaldas al público tatuaba a Júlia Barbany, tumbada en una camilla, con Andrea Pellejero y Núria Coromines a su lado, reconfortando a su compañera, mientras Marta Echaves, sentada en una silla a la derecha del escenario y vestida con un pantalón acabado en unos flecos muy característicos que le cubrían los pies (luego veremos por qué), iniciaba la lectura de unos papeles a modo de conferencia. El tema de la conferencia era la amistad en las postrimerías del capitalismo y sonaba un poco a un sermón de misa lanzado desde el púlpito pero escrito utilizando los términos actuales de la intelectualidad y los dogmas contemporáneos. Mientras el resto de componentes de Las Huecas iban pasando por las manos de la tatuadora la conferencia era interrumpida de vez en cuando por comentarios como el de Núria Coromines, que aprovechó para criticar la manera como Montaigne habla en sus Ensayos de la amistad que le unía a un amigo suyo (lo que ahora sería chuparse las pollas, dijo). Un poco más tarde, cuando Marta Echaves abandona lo que estaba diciendo porque le toca pasar por la tatuadora, Júlia Barbany se sienta en la silla que antes ocupaba la conferenciante, vestida con el mismo característico pantalón que ella, y se pone a leer los mismos papeles pero simulando tener muchos problemas con su lectura, equivocándose, alterándose mucho, hasta que acaba vomitando. El resto acude en su ayuda y acaban llevándosela fuera del escenario. A continuación aparecen todas por detrás de la sala de conferencias acompañadas de una música clásica para regalar al público unas calcomanías con el lema Algo de amor, invitando a quien quiera a imprimirse el lema en su piel. Otra vez en escena simulan que se besan entre ellas pero con las manos en la boca para no tocarse con los labios. Y luego se muestran todas muy juntas, de pie, en el fondo del escenario mientras Andrea Pellejero cuenta una historia, una especie de cuento de buenas noches, dicho de una manera suave, sencilla y amablemente irónica, sobre unas amigas que destruyen todo lo que encuentran en un palacio para comenzar fuera de él una nueva vida libre de los prejuicios de las parejas, de las familias y de todo lo actualmente establecido alrededor del amor en pos de nuestra cárcel personal. Este es el momento más estremecedor. Quizá porque es un cuento bellísimo, a pesar de su crudeza, dicho de una manera que resulta muy apropiada después de todo lo anterior.

Ese mismo jueves, en el Teatre Alegria, ya de noche, se presentó All Together, de Michikazu Matsune, que ese mismo fin de semana viajaba a Madrid para verse en Condeduque. A pesar de que Michikazu Matsune es de origen japonés, la pieza, en inglés con subtítulos en catalán, tenía un aire ciertamente norteuropeo como corresponde a alguien que vive en Austria y a una pieza con linóleo blanco, sin apenas cambios de luces, tres sillas y tres intérpretes: el propio Michikazu, Frans Poelstra y Elizabeth Ward. Un proyector proyectaba de vez en cuando un nombre propio en letras grandes en una pantalla detrás de los intérpretes. Ese nombre correspondía a alguien que ha desempeñado algún tipo de papel en la vida de alguno de los intérpretes y servía de disparadero para que uno de ellos contase una breve historia sobre esa persona. Las historias, en muchos casos humorísticas e incluso ridículas pero a veces también trágicas, se suceden durante toda la pieza. Algunas de las historias sirven de disparadero, a su vez, para que los intérpretes ilustren la acción que describen o se arranquen a bailar al son de alguna música. Al entrelazar las historias protagonizadas por personas unidas de alguna manera a las tres personas que vemos en escena asistimos en poco tiempo a la contemplación de un tapiz tejido durante tres vidas con el que fácilmente somos capaces de conectar porque nosotros también somos seres humanos, por definición, sociales. Parece que ese es el deseo que subyace en esta pieza. Quizá por eso, hacia el final se proyectan nombres que intentan buscar coincidencias con los del público, nombres de gente que vive en Catalunya como Quim, Bea o Mohammed. Es curioso cómo, a pesar de lo diferentes que somos, nos parecemos tanto.

El viernes por la tarde comenzó con Calidoscòpica de Sònia Gómez en la Nau Albinyana Ribas, una exnave industrial. En escena, Sònia Gómez con Encarni Espallargas y un niño, Edmon Beta, el hijo de Sònia Gómez, rodeados de objetos para sobrevivir al fin del mundo, como una tienda de campaña en la que Encarni entrará para cantar una canción de Mecano a capella y una mesa repleta de objetos que la comunidad que se prepara para el apocalipsis final considera imprescindibles para sobrevivir a ese momento, unos objetos que Sònia Gómez nos presentará al acabar la función al público que no salió corriendo para poder llegar a tiempo al próximo espectáculo del festival. Durante la pieza, Sònia Gómez y Encarni Espallargas realizan algunos ejercicios físicos, ensayan algunas coreografías, juegan, hablan un poco en inglés y charlan, en castellano, sobre la vida de Encarni Espallargas, sobre todo, de sus visiones, como el sueño en el que vive una especie de viaje astral que la separa de su cuerpo, pero también de sus dificultades en la vida, como sus problemas de visión y algunos impedimentos para moverse con la fluidez que Sònia Gómez sí que tiene y que intenta compartir con ella. Pero, una vez más, parece que el mensaje es que no somos tan diferentes. Esa hipotética tesis se manifiesta en una escena en la que Sònia Gómez, en pleno baile, se pone a llorar y le cuenta a Encarni Espallargas que llora por la presión que le supone su autoexigencia en escena, esa sensación de que nunca acabamos de llegar a donde nos proponíamos llegar, además de por el efecto de la luna llena que, casi un mes después, volvería a mostrarse en su máximo esplendor esa misma noche.

Fotografías de Alessia Bombaci.

Publicado en Teatron