Opus nigrum de Ben Attia en el festival Free Tour

El último día de Free Tour, el domingo, a las siete de la tarde, Ben Attia nos citó en la Glorieta de Embajadores, desde donde veíamos sobrevolar a los helicópteros y donde estaban aparcadas las furgonas de la policía que se dedicaron a liarla en el final de la Vuelta ciclista a España mientras algunos españoles conseguían parar la competición, ya que nadie consigue parar el genocidio del pueblo palestino. Dos días antes, los inscritos a la performance de Ben Attia, Opus nigrum, recibimos un correo electrónico en el que se nos informaba del lugar al que debíamos acudir y se nos pedía guardar voto de silencio durante dos horas antes, y también durante la performance, y además ayunar desde el desayuno o el mediodía hasta la puesta del sol de ese día. El correo iba encabezado por este texto:

«Opus nigrum es un peregrinaje desde el centro de la ciudad hasta su periferia, hasta el lugar donde acaba lo humano. Justo en esa frontera es donde habitan los ascetas y los santos. Es allí donde aparecen los profetas. Donde el campo abierto pasa a ser descampado y el pasto se convierte en rastrojo; donde los caminos se desdibujan y se acumulan los escombros. Y es también allí donde nos dirigimos. Pero para venir hay que estar en silencio primero. Encerrarse primero un tiempo en el silencio y guardar también el ayuno para preparar el cuerpo. Sólo entonces estaremos listos».

El ayuno y el silencio contribuyeron a la sensación de que la performance ya había comenzado mucho antes de llegar al punto de encuentro, además de preparar la mente para lo que iba a suceder. La simple experiencia de mi trayecto en metro, acompañado de alguien con quien no me comuniqué durante el suficiente tiempo como para que el asunto comenzase a convertirse en algo que no podíamos ignorar, y del paseo desde la parada de metro de Lavapiés hasta la de Embajadores (podíamos haber ido directamente hasta Embajadores pero nos apetecía dar un paseo), me resultó de pronto una experiencia nueva, desacostumbrada. Me dio calma. Y cuando la gente comenzó a llegar, pasada la primera incomodidad de saludar a algunos conocidos sin decir ni pío, comenzó a gustarme. Pensé que está muy bien hablar pero que de vez en cuando conviene callar. Alguien me habló mientras me saludaba y me preguntó algo que podía esperar a ser contestado. Me llevé el dedo índice a los labios sin decir una palabra. Cuando todo el mundo había llegado, y permanecía en un respetuoso silencio, apareció Ahmed Ben Attia, con su característico sombrero de paja, y nos gritó que todos los que fuésemos a ver Opus nigrum nos subiéramos en el autocar que acababa de aparcar ante nosotros.

Mientras el autocar arrancaba, Ben Attia, con la ayuda de un micrófono, en el asiento más cercano al conductor, nos informó de algunas cuestiones referentes a lo que íbamos a presenciar. Nos dijo que el trabajo lo habían realizado cuatro personas: él mismo, Juan Navarro, Maxi Labrador, María Moncada y Antoine Forgeron, más una quinta, Álvaro Revuelto. Nos dijo que habían estado trabajando solo dos semanas (ahí está: la captatio benevolentiae, pensé, y también pensé que no había ninguna necesidad, que trabajar poco tiempo no quiere decir trabajar menos de lo necesario) y nos contó el origen del proyecto. Ben Attia estuvo recientemente visitando una comunidad bereber, en el Atlas, que tenía una tradición, prácticamente extinguida, que consistía en representar un sueño soñado por uno de los miembros de la comunidad, con una intención sanadora, terapéutica. Nos contó que Juan tenía un sueño recurrente que había soñado en varias ocasiones, una de ellas la noche del 7 de octubre del 2022 en Gaza (dijo 2022, no 2023), y, recientemente, antes de encontrarse con ellos en Granada, asistiendo a su padre, que está gravemente enfermo, durmiendo al pie de su cama, cuidando a su padre toda la noche. Lo que íbamos a presenciar era, justamente, la escenificación de este sueño.

Pocos instantes después comenzó a sonar desde los altavoces una grabación histórica de una de las más impresionantes e hipnóticas piezas de Bach, el Adagio de la primera de las sonatas para violín solo, interpretada por el violinista Joseph Joachim en 1903, cuatro años antes de su muerte. Joseph Joachim fue un famoso violinista del siglo XIX, amigo de los principales compositores de su época: Brahms, Robert y Clara Schumann, Liszt y muchos otros. Esa grabación suena sucia por las limitaciones técnicas de su época, pero es una delicia por su historia. Esa grabación tiene el poder de transportarnos a otra época, de conectarnos con alguien nacido hace prácticamente dos siglos, Joachim, alguien que ya no está con nosotros y que, a su vez, estaba haciendo de médium entre sus contemporáneos y Bach, un compositor que vivió un siglo antes que él y a quien todo parece indicar que, al menos en este caso, le movía cierta motivación trascendente a la hora de componer. Esa música de Bach ya no nos abandonaría durante toda la performance, como un mantra, por el momento repitiéndose una y otra vez durante el trayecto en autocar.

Pocos instantes después, el autocar realizaba una breve parada y Juan Navarro entraba en él para dirigirse a la parte delantera y, oculto allí, hablarnos a través del mismo micrófono que Ahmed había utilizado para darnos la bienvenida. Juan nos contó con una voz suave y tranquila que soñó que iba en un autocar acompañado de un montón de gente con la cara borrosa pero que no sentía miedo, que no había nada extraño en eso, que él les conocía a todos, aunque no fuese capaz de recordar de qué. El autobús le había recogido en su casa, en el centro, y ahora iba dando vueltas por las calles de una ciudad desierta. Todo le resultaba familiar, estaba en paz. Mientras tanto, nosotros mirábamos por las ventanas del autocar y veíamos allí fuera cómo pasaba ante nuestros ojos Madrid, que bien podría ser esa ciudad de la que hablaba Juan, aunque no, porque nos dijo que era una ciudad grande pero no tanto como Madrid, de unos treinta mil habitantes, una ciudad que le resultaba familiar pero que, como las caras de la gente del autobús, no era capaz de reconocer. En el sueño, no había nadie en las calle pero en cambio él podía distinguir sin problema cómo le miraba la gente desde las ventanas de los edificios. Repitió varias veces que no tenía miedo porque los conocía a todos, a los del autobús y a los de las ventanas. Dijo que sabía que le esperaban, y dónde, aunque no se acordase, pero que no tenía ninguna prisa. Su autobús recorría una ciudad hermosa (como parecía a esa hora Madrid desde el autobús) que construyeron gentes que llegaron a ella hace mucho tiempo pero que ya nadie recordaba. Y, mientras tanto, nosotros, en el autobús veíamos pasar las calles de Madrid y cómo nos dirigíamos hacia la carretera de Córdoba. Juan siguió su relato diciéndonos que el desenlace del sueño siempre era el mismo: después de recorrer los caminos de la ciudad llegaba a donde estaba él (¿quién?) esperándole. Antes de coger ese autobús Juan se despedía de su familia y les pedía que le recordasen pero que no guardasen ninguna foto de él. Y en las pausas entre sus palabras seguía sonando esa pieza para violín solo de Bach hasta que Juan nos dijo que ahora comprendía quiénes éramos: sois todos los poetas a quien alguna vez he admirado, los compañeros de los teatros donde he estado, mis maestros y mis amigos, nos dijo. En ese momento ya nos habíamos convertido en los personajes de su sueño. Y la tarde iba cayendo. Antes de que saliésemos de la ciudad y del autobús, Juan nos dijo que había gente, a la salida de la ciudad, que habitaba en cuevas y que era ahí donde se construían los templos, las morabitas. ¿Qué es una morabita?, me pregunté en ese momento.

Cuando bajé del autobús tenía hambre, para qué voy a engañaros. Estábamos en un camino de tierra, fuera de la ciudad, entre olivos. Juan comenzó a caminar y le seguimos en silencio. Caminamos unos minutos hasta llegar a un cerro desde donde podíamos ver una bellísima imagen de Madrid, allí al fondo, ligeramente a la derecha, y el sol muy bajo, a la izquierda. En medio, un semicírculo de piedras nos invitaba a no penetrar en él. Dentro de él, un árbol seco, una sombrilla, una silla, un libro, una radio, un agujero alargado en el suelo, un pico, una pala… A nuestra izquierda una mujer vestida de negro con un velo verdoso caminaba hacia nosotros mientras que a nuestra derecha un hombre con el torso desnudo venía caminando desde muy lejos. Los dos llegaron hasta el interior del círculo mientras que Juan se quedaba fuera, entre los espectadores que observábamos la escena de pie. A algunos les habló (pero no sé qué les dijo porque lo dijo en voz baja) o les tocó e incluso en algún caso les abrazó.

Hacía calor pero el sol fue bajando. A veces, para no deslumbrarse, había que taparse los ojos para ver qué pasaba con ese hombre enjuto (Maxi Labrador) que se sentó en la silla y puso en la radio la misma versión de la pieza de Bach que veníamos escuchando en el autobús mientras la mujer vestida de negro (María Moncada) le rondaba en silencio. ¿Era el Cerro de los Ángeles aquello que se veía al fondo? Antoine Forgeron cruzó entre el público en silencio con una garrafa de agua (por si alguien se muere de sed, pensé).

Lo que allí pasó no lo voy a contar. Me gustó el voto de silencio. Me apetece extenderlo un poco más de lo que me pidieron. Solo diré que lo que presenciamos allí fue una escena mucho más explícitamente teatral de lo que hubiera cabido esperar después de haber experimentado el largo, misterioso, sutil y sugerente preludio que nos condujo hasta allí, y que el sol acabó imponiéndose sobre la traca final escénica y sus efectos especiales, como en realidad quiero creer que acostumbra a imponerse la vida sobre los restos de nuestros vetustos códigos teatrales. ¿Acaso asistimos a una de esas batallas?, me pregunto ahora, ¿o quizá esa fue precisamente, y no por casualidad, la violenta, ¿irreal? y metafórica batalla final a la que fuimos invitados como testigos mudos, como si asistiéramos al significativo acto final de un festival que quizá hubiera nacido para invitarnos a presenciar precisamente eso también? Si fue así o no lo que está claro es que el sol también acabó poniéndose, como era de esperar, de una manera inesperada y diferente, como acostumbra a suceder todos los días.

Volvimos a pillar el autobús. Me senté en el mismo lugar que ocupé durante la ida, en uno de los asientos de delante. Mientras volvíamos a Madrid volvía a sonar otra vez la misma pieza de Bach aunque ahora no era un violín quien la tocaba sino una trompeta con sordina. Pero había algo raro ahí. La música no salía por los altavoces del autobús, parecía salir del interior del autobús. Me levanté y caminé por el pasillo. En mitad del autobús, en un asiento que daba al hueco que la puerta central abría entre los asientos, vi al trompetista (Álvaro Revuelto), repantingado en su asiento, tocando esa pieza para violín con su trompeta, flojito, parando de vez en cuando, reanudando la interpretación poco después, como en un sueño, sin que muchos de los pasajeros se diesen cuenta de que ya no era una grabación lo que escuchaban sino las vibraciones que emitía una persona que aún estaba viva tocando la música de alguien que abandonó este mundo hace casi trescientos años.

Publicado en el blog de Free Tour en Teatron