Atalaya de María Cecilia Guelfi en el festival Free Tour

El tercer día del festival Free Tour, viernes a las ocho de la tarde, voy al segundo pase de Atalaya, de María Cecilia Guelfi. Nos ha citado en la plaza de Antón Martín. Cuando estamos todos, unas veinticinco personas, Carmen Aldama, una de las comisarias del festival, llama nuestra atención y nos pide que la sigamos. Caminamos adentrándonos en las calles de Lavapiés. La comitiva se detiene en una esquina, quien nos guía señala la parte superior del edificio que hace esquina mientras nos dice que vamos a subir hasta allí y nos pide que, por respeto a la gente que vive en el edificio, subamos en silencio. Subimos unos cuantos pisos de lo que parece una típica corrala madrileña hasta llegar a la puerta de una de las viviendas. Se nos invita a entrar.

Una vez dentro ocupamos la casa. Al cabo de unos instantes una voz comienza a sonar por unos altavoces colocados sobre un par de puertas. La voz nos saluda, se presenta como Cecilia, nos pregunta cómo estamos y nos dice que espera no haber asustado a nadie apareciendo así, de repente. Cecilia nos da la bienvenida a su casa y se pregunta si hemos tenido tiempo ya de recorrerla. Si no es así, nos invita a hacerlo. No se tarda mucho, dice. También nos dice que miremos en todos los rincones, que abramos los armarios, todos los cajones, que curioseemos sin remilgos todo lo que nos dé la gana. Pero nos pide que intentemos no romper nada, que no la juzguemos si encontramos cosas raras y que no cambiemos las cosas de lugar.

Hay mucha gente para una casa no muy grande pero lo suficiente para que tenga un salón, un baño, una cocina y dos habitaciones. Hay libros por todas partes, algunos están abiertos boca abajo encima de las mesas. Me llama la atención uno de George Sand o sobre George Sand, no me da tiempo a detenerme mucho porque la marea de gente me lleva de un lado a otro, como si estuviese en una fiesta muy concurrida. También veo reproducciones de cuadros de arquitecturas venecianas pegados a las ventanas de la cocina, donde decido sentarme en una silla enfrente de la nevera. La abro pero no encuentro nada raro en su interior: comida, bebida, lo típico. Abro algún armario y algún cajón. Me encanta curiosear en las casas de los demás. Cuando visitas una ciudad lo que sueles ver es lo que se encuentra en la calle, en el espacio público. Casi nunca tienes la oportunidad de entrar en una vivienda particular, a no ser que conozcas a alguien en la ciudad. En cualquier ciudad hay tanto espacio fuera como dentro de las casas pero al espacio privado cuesta más acceder. Por eso, cuando tengo oportunidad, siento una enorme curiosidad por conocer cada detalle de ese espacio doméstico que habitualmente permanece oculto.

La voz de Cecilia nos invita a sentarnos donde nos plazca. Definitivamente parece que ella no está pero su voz nos acompaña. Cecilia habla del origen del barrio de Lavapiés, que, según nos cuenta, se formó en algún momento de finales del siglo XVI o principios del XVII. Desde entonces dice que su trazado no ha cambiado sustancialmente, así que su casa ya estaba ahí desde el principio. Eso le da pie a hablarnos de los planos de las ciudades. Nos dice que antes esos planos eran secretos, inteligencia militar, no como ahora que están a disposición de cualquiera en cualquier momento.

También nos habla de cómo llegó a esa sencilla casa, de sus limitaciones y de la gente que al principio la compartió con ella. Pero a pesar de las limitaciones de su casa nos confiesa que para ella siempre fue una casa perfecta… porque la podía pagar. Aunque, por algunos comentarios más, nos damos cuenta de que el hecho de que la casa esté en la esquina la satisface enormemente porque, aparte de una ventilación excelente, le ofrece la posibilidad de vigilar todos sus accesos. Habla como si viviese en una torre de vigilancia, en una fortaleza militar. Deja caer la palabra baluarte, y otero. Dice haberse preguntado a veces cuánto tiempo podría resistir ahí un sitio y también haberse organizado para disponer siempre de víveres y agua embotellada, por si acaso. Incluso reconoce haber acumulado muebles frente a su puerta, como si estuviese preparando una barricada.

Nos habla de las plantas. Como las plantas, cuando llegó a esa casa, ella necesitaba un ecosistema que se adaptase a ella. Y lo que ella necesitaba entonces era quietud, control y silencio para escuchar. Volverán las plantas a su discurso pero antes nos cuenta eso de que dicen que para los jóvenes es más fácil imaginar el fin de la civilización que el fin del capitalismo, como si no hubiese otra opción que todo o nada. ¿Cómo debió de ser vivir en la época en la que se construyó ese edificio, cuando este sentimiento de fin del mundo no lo impregnaba todo?, se pregunta. Y desgrana una lista de desastres y angustias actuales pero para preguntarse por qué razón estamos ante una disyuntiva tan cutre como la de dinero o barbarie.

Cecilia sigue hablando, con voz tranquila, mezclando temas aparentemente dispares, aunque quizá no tanto, como futuros distópicos de reciente aparición y la Ley de startups que entró en vigor a finales del año pasado para facilitar la entrada en España de nómadas digitales, una ley disfrazada de buen rollo con términos como “atraer talento” o “resiliencia”. ¿Forma eso parte de las nuevas invasiones que nos arrebatan nuestro espacio vital mientras para despistar nos señalan como enemigos a los inmigrantes que vienen con lo puesto? Esta última pregunta no la lanza Cecilia pero me lo pregunto yo. El discurso de Cecilia es mucho más sutil. Lo que escuchamos no es una soflama. Pero ahora que lo pienso parece estar perfectamente conectado con uno de los temas de este Free Tour: nos están arrebatando nuestro espacio vital, no sabemos dónde meternos y acabaremos atrincherándonos en… ¿Dónde? Esa es la pregunta.

Mientras Cecilia nos habla de la siesta, de cómo duerme la siesta en el suelo en las calurosas tardes de verano, alguien cierra las ventanas y nos quedamos en completa oscuridad. Cecilia se transporta a un bosque, de noche. En ese bosque Cecilia vive una larga vida contemplando la luna cada noche hasta que desaparece para convertirse en alimento para las encinas que la sobrevivirán. Mientras tanto, en su piso, experimentamos cómo las ventanas cerradas provocan que el ambiente, poco a poco, se vuelva más opresivo, sin llegar a ser asfixiante. La voz de Cecilia se distorsiona sutilmente mientras nos habla de esa ciencia ficción que plantea futuros potenciales feos, por llamarlos de algún modo. Lo relaciona con la crisis climática, sin hablar propiamente en esos términos. De pronto nos habla de cómo se autorregula un bosque, de cómo los roedores que viven en él viven como si no existiese un mañana, de cómo follan y se reproducen hasta sobrepoblar el bosque, de manera que el bosque no tiene más remedio que reaccionar (¿eso hace de verdad?) dejando de producir el alimento necesario para que los roedores puedan sobrevivir. De esa manera, la población roedora se diezma y vuelve el equilibrio. Cecilia sugiere que quizá nos esté pasando lo mismo ahora, a nosotros, pero prefiere no hablar de eso para que no nos pongamos tristes ni nos dé por follar como roedores. En la oscuridad se escuchan risas apagadas, como de alivio.

Las ciudades quizá sean como bosques, sigue contándonos. Estar en un cuarto piso quizá sea como vivir en las ramas más altas de los árboles. Y entonces nos cuenta una historia, casi un sueño, que imaginó un día desde esta misma casa mientras veía a unos operarios reparar algo en un tejado. En esa historia hay viento y el viento trae polvo y el polvo se acumula sobre las calles hasta que los del primer piso tienen que subir al segundo piso para sobrevivir. Pero el viento sigue y el polvo avanza y la gente tiene que subir al siguiente piso. Y cuando llegan al último piso, en el que nos encontramos, cuando le toca a ella acomodar en su cuarto al profesor de piano del primer piso y a la señora que cocina del segundo, cuando ya no se puede más, el viento para, el polvo deja de caer y Madrid vuelve a ser una ciudad de casas bajas y vuelve a recordar que es una ciudad que tiene cuerpo y también tiene alma, y que no está sola, “y que con todo eso tiene derecho a hacer algo que sea bueno y que sea inútil”.

Y entonces se abren las ventanas, suena O sole mio, entran los últimos rayos del sol antes de que la oscuridad caiga sobre Madrid, sacan cava de la nevera, nos sirven un poco y todos los presentes vamos por la casa al encuentro los unos de los otros mientras brindamos mirándonos a los ojos.

Publicado en el blog de Free Tour en Teatron.