Acabó la primera edición de Free Tour, un recién nacido festival de performance de cinco días de duración comisariado por Carmen Aldama y Fran Weber, en Madrid, sostenido con una pequeña ayuda económica del Instituto de la Juventud (Injuve para los amigos) y un equipo tan mínimo que increíblemente solo lo forman esas dos personas. Entre la vorágine de programaciones, ciclos y festivales con un respaldo económico e institucional infinitamente mayor, Free Tour ha generado una inusual expectación en el inicio de esta nueva temporada.
El anuncio del festival consistió simplemente en publicar el cartel diseñado por Beatriz Lobo, la puesta a la venta de entradas iba precedida de una sencilla invitación de la princesa de Polignac (todo un guiño para quien conozca a ese personaje histórico, mecenas de grandes pero, en ocasiones, ignorados creadores de hace un siglo) y de las fotos de las caras de los artistas (nada de la típica imagen que suele pedirse a los artistas para comunicar su pieza antes de que hayan podido comenzar a crearlas, con lo incómodo que suele resultar eso para los artistas, que no para los festivales o las salas, claro) y, en vez del típico texto curatorial, el único texto publicado por el propio festival fue una entrevista a Javier Gil, del Sindicato de Inquilinas de Madrid, sobre la crisis de la vivienda, sobre la carestía de espacio para vivir (una sutil y elegante manera de eludir los aburridos discursos curatoriales, a los que desgraciadamente nos hemos acostumbrado demasiado deprisa, y convertirlo en cambio en una acción artística en sí misma que envía un mensaje contundente a quien quiera recibirlo y que conecta lo artístico con lo político de una manera directa, sin adornos).
Todo esto sucedió en pleno verano, en cuestión de dos meses, sin que eso fuera obstáculo para que se agotaran todas las entradas. Y, por razones que merecería la pena analizar detenidamente, después de asistir a este festival da la impresión (está claro que no soy el único que piensa así) de que ha conseguido devolver la ilusión a cierto público aburrido y desmotivado, como mínimo en el ámbito madrileño, mezclando a público y artistas de diferentes generaciones y procedencias, en un ambiente amable, cálido y festivo, pensando en el deseo y las necesidades del público y de los artistas, huyendo de la feria y del márketing, sin apoyarse en ningún espacio institucional sino más bien reivindicando el uso del espacio público y doméstico, haciendo de la necesidad virtud, echándose a la calle, ya que la búsqueda de espacios que acojan a ciertas creaciones actuales, a cierto espíritu artístico que se sale de lo comercial o de los ordenados cánones imperantes (¿ordenados por quién?, nos preguntamos algunos), se ha vuelto tan complicado como en su día les debió de pasar a los miembros de Fluxus organizadores de los Free Flux Tours en Nueva York en 1976 o como encontrar casa ahora mismo.
Huichi Chiu y Víctor Velasco, la Orquestina de Pigmeos, María Cecilia Guelfi, Núria Lloansi y Pierre Peres y Ben Attia presentaron una performance de nueva creación cada día, en ese orden, de miércoles a domingo, pensadas para un espacio determinado: un restaurante chino, la calle, un piso, una galería y un autobús que nos llevó hasta un descampado donde la ciudad pierde su nombre. Una performance al día durante cinco días es muchísimo, es una boda gitana, pero no son tres al día o cinco al día, que son infinito y acaban convirtiendo la experiencia en algo, a menudo, indigerible, en un supermercado del arte. Que el aforo fuese de entre veinticinco y setenta personas contribuyó a esa sensación de estar ante una escala humana y, probablemente, a ese encuentro y conexión entre seres humanos, conocidos y desconocidos, a la salida de las performances.
Ahora que ha acabado Free Tour vamos a hablar durante días de las creaciones que hemos podido disfrutar durante estos cinco días. Pero ninguna de ellas hubiese sucedido en estos días de septiembre si Free Tour no hubiese existido. Es muy probable que Free Tour desaparezca de la misma manera que nació, de un plumazo. Ojalá no sea así pero, en cualquier caso, ojalá la aparición fulgurante de Free Tour haya servido para recordarnos que las cosas se pueden hacer de otra manera, que no nos engañen los que parten el bacalao, que no hace falta entrar en lógicas neoliberales autoimpuestas por coacción o miedo o porque resulta más difícil imaginar el final del capitalismo que el fin del mundo. Y si los que parten el bacalao no saben hacerlo que se aparten, que dejen de impedirlo y que dejen paso educadamente a quien sí sabe hacerlo hasta con lo puesto, que no hay tanta gente dispuesta pero sí la suficiente. Y, sobre todo, mucha gente ahí fuera esperando a que suceda. Lo hemos visto estos días en Madrid.
Publicado en Teatron